Por Adalberto Santos
Yo también quise para mí una casita japonesa junto a un remanso de aguas y el ritual de un desayuno de peces y legumbres. Pero tengo el vocerío de mi amada madre espantando las aves del amanecer, llamando al lechero que tarda o se demora entre las sombras, allá donde no puede verle. Yo también pude ejercer de masturbador anónimo en el metro de New York con Halloween y gente espantada y escondida detrás de la mascarada. Yo también quise darle vida a la palabra que seca en la tinta, aun sin saliva, pero la forma de la vida se me escapa entre los días que transcurren. Pero no quise morir ni una sola vez, pues no hay gloria en la muerte que no sea de ausencia. Por eso quiero llamarte, quedo, como se llama a un animal propio y místico. Nombrarte: Marina Perezagua, desde el maelstron distante. Ven a hablarme con tu palabra de tinta seca y cuerpo vigoroso que hiende la vida. Háblame del amor que alumbra los cuerpos, que produce una electricidad continua hasta consumirse y dejar la casa de la pasión a oscuras y fría. Háblame de la hibakusha, a quien la flor atómica despojó de sus atributos de varón. ¿Qué tan ardua fue su vida? ¿Qué tal la vida sin un pene, colgando como un parásito al que hay que darle de comer y asear? ¿Qué tal la libertad de escogerse? Dime también de los amantes prohibidos por las circunstancias, de un amor que está hecho de lianas y verdor y animales salvajes y también de muerte, de un amor que lleva por gracia y castigo el cuerpo de su amante a las espaldas y ve convertirse el rictus amado en la risa perpetua y calcárea de la eternidad.
Escribirte y preguntarte me duele, con el dolor y aprehensión de quién padece, rehén