Por Lilian Sarmiento
Un día le escuché decir que sus tetas lloraban. Entre la poética y la maternidad, parecía que la metáfora se hacía agua. En aquel momento miré mi pecho, no mucho más abultado que ahora, y sentí que también lloraba. Ese día supe quién era Elizabeth Soto, la poeta, y alguien tocó mis tetas. Durante mucho tiempo la recordé gracias a aquel poema, hasta que le hablé de flores amarillas saliéndome del ombligo. Aquello que fuera mi primer poema, y que no citaré porque es la copia de una copia de otra copia, fue lo que me acercó a esta mujer que dice escribir sin rabia.
Antes de los almuerzos con helado y las noches de chat interminables, antes de saber que cualquier duda idiomática se consulta en el Panhispánico de dudas y que los hombres siempre son inocentes cuando duermen, antes de todo eso, Elizabeth Soto era para mí un enigma, la revelación que estaba esperando suceder.
Después encontré el famoso libro verde, Escritos sin rabia: algo así como un viaje a las complejidades internas de una mujer que reconoce sus fobias. Algunas tan simples como la soledad y la adaptación, porque lo desconocido da miedo y el recuerdo es persistente, siempre que se llame felicidad. Lo difícil de esos primeros días es el síndrome de la ciudad desconocida, dice Elizabeth, que ha tenido que encontrarse en otros paisajes, en otra realidad y hasta en cuerpos ajenos. A veces no hay nadie para reconocerla, otras veces está el espejo.
hay instantes minutos
tal vez segundos
en que solo me tengo a mí
estoy sola
vivo sola entre mis pensamientos
y me ataca un desgano incalculable
por la vida
un desesperado deseo de llorar
como si todo se acabara en ese minuto (…)
Los versos son siempre el refugio donde vivir esos minutos finales. O donde dejarse morir. Los versos y las flores en espiral. Está empeñada en cultivar flores únicas, simples, sin pétalos. Lo que importan son las esencias, la certeza de los interiores donde una mujer procesa desde la mordida de la manzana hasta los suspiros de su amante. Mientras la observo garabatea flores de espiral donde, supongo, diluye sus penas y contempla el mundo con los ojos y la boca de una poeta. Ahí nace mi segundo poema, que tampoco voy a reproducir aquí porque es mejor dejárselo a los que saben. Es mejor, por ejemplo, saber que «ella necesita por encima de todo escribir y decir/ no la juzguen por eso/ vive en el aire».
Hay en Escritos sin rabia una mujer de piel traslúcida. La luz la atraviesa y nacen poemas policromos. Aparece el color de la que se afana en descubrirse racional y escribir versos incansablemente; después está la amante que reprocha incomprensiones y se niega a esperar una y otra vez, mientras apunta algunos consejos por si vas a fornicar; está la empoderada (qué palabrita de moda), la decidida a vivir en un sitio donde no existan tabúes para entonces ver qué se inventa la gente (quizás masturbarse). Después, están ellas, las de los tonos fríos, esotéricas, medievales, eufóricas, renuentes a acabar el poema:
Ellas dejaron de ser mujeres trágicas
para convertirse en mujeres más trágicas aun
víctimas del misterio y la zozobra
en un país donde todos saben quién eres (…)
A Elizabeth Soto no le interesa que sepan si es de Polonia o si hace cien años la pintó Monet, porque sabe que para domar a las fieras hay que tener lista la miel y una media sonrisa. Las fieras siempre estarán dispuestas a atacar, así que la miel es imprescindible. También la locura. Yo ya no cometeré la locura de intentar escribirte un poema. Que vengan las fieras por mí, tú ya tienes corazón y me has dado un suvenir. Yo ya estoy mejor, gracias.
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Un libro donde una mujer siente y se desnuda.